La promoción a la lecturas en las escuelas, a partir de la lectura de textos literarios. El contacto directo con los jóvenes lectores y los diálogos que se producen con la escritora o el escritor, como estrategia válida para ganar lectores.
28 oct 2010
5to Encuentro con la literatura infantil y juvenil en Venezuela
El 5to Encuentro con la Literatura infantil y Juvenil en Venezuela, abarca talleres, ponencias, conversatorios, exposiciones, charlas, dinámicas, recitales poéticos, danzas, y tanto presentaciones, como ventas y bautizos de libros con escritores nacionales e internacionales y especialistas en temas literarios en las sedes del evento. Tenemos 3 sedes este año:
-La Universidad de Carabobo.
-El Ateneo de Valencia.
-Y el Auditorio de Bolipuertos Puerto Cabello.
También incluye visitas de poetas y narradores de diferentes nacionalidades a escuelas básicas y liceos. Los asistentes a los talleres reciben un certificado por cada taller realizado y un certificado del encuentro en sí, por asistir a un 75% de las actividades a realizarse en las sedes.
Es auspiciado por el Ministerio del P.P. de la Cultura y la Universidad de Carabobo y coordinado por la organización sin fines de lucro, La Letra Voladora.
Este año serán homenajeadas las poetisas Luisa del Valle Silva y Morita Carrillo.
La entrada es totalmente gratuita.
Para mayor información comunicarse al correo: laletravoladora@yahoo.com
10 sept 2010
Cómo me convertí en lector Roberto Martínez Bachrich
Un par de ideas, cuatro mujeres y algunas obras
¿Qué clase de lectores yo deseo?
Pues los libres de todo prejuicio
Capaces de olvidarme y olvidarse
y vivir solamente para el libro...
Johann Wolfgang Goethe
La famosa división de Cortázar: lector macho y lector hembra, ha hecho de las suyas en los intentos de muchos lectores por definirse. Hay, según los comentaristas del amigo Julius, un lector que es activo, que penetra en el texto y sus entresijos para dar cuenta de él y sus particularidades. Hay otro lector que más bien se deja penetrar por el texto y entonces busca escuchar lo que las palabras del otro le están diciendo dentro de su cuerpo. Supongo que el paradigma de un crítico literario (y quizá el de un estudiante de Letras) está en el lector macho. Y el de los lectores apasionados pero no profesionales (las amas de casa depresivas que devoran novelas como bulímicas comiendo chocolate) está en el lector hembra.
Otra manera de decir más o menos lo mismo estaría en los tipos de lectores que han establecido Howard Phillips Lovecraft y Jorge Luis Borges para la literatura de horror cósmico y la narrativa policial, respectivamente. El lector crédulo y el lector incrédulo.
Dice Lovecraft que el buen lector de cuentos de horror sobrenatural es aquel en quien “ningún racionalismo o análisis freudiano puede anular totalmente el estremecimiento causado por el susurro del viento en la chimenea o en el bosque solitario”. Se trata de una exacerbación de lo que Samuel Coleridge llamaba suspension of disbelief, y que no es otra cosa que entregarse a la lectura creyendo en ella, dejándola hacer de las suyas con nuestras emociones e impresiones y separados de nuestras convicciones e ideas sobre el mundo y sus habitantes. Leer, por ejemplo, “Dagón” o “El intruso” (dos breves obras maestras del horror lovecraftiano) y creer hondamente lo que se nos cuenta, sin buscarle peros con el látigo de lo que es o no razonable: creer que efectivamente el dios-monstruo-hombre-pez ha llegado a la casa del narrador para asesinarlo, de modo que no pueda respaldar aquel escrito que habla a la humanidad sobre su existencia; creer que ciertamente un muerto se ha levantado de un cementerio egipcio sin tener conciencia de su estado para llegar a una fiesta, espantar a todos los invitados y reconocer su amarga verdad y reconocerse en su trágica dimensión frente a un implacable espejo. El buen lector de Lovecraft cree en sus textos y se olvida, al menos durante el tiempo de lectura, de que no existen los monstruos-pez-hombre-dios o de que los muertos no se levantan nunca de su tumba. Los sucesos extraordinarios se hacen ordinarios en la lectura, sin dejar, por ello, de ser espeluznantes. Y supongo que en la contracara de esa moneda se encuentra una lección maestra de cierta literatura: también la vida cotidiana puede ser terrorífica.
El otro lector, el que propone Borges para el cuento o la novela policial, es todo lo contrario. Es un lector que está entrenado en la incredulidad y que no permitirá que ningún Hércules Poirot, Parker Pyne, Sherlock Holmes o Auguste Dupin resuelva crímenes milagrosamente, sin suficientes explicaciones coherentes para él, sin llegar a convencerlo por completo, sin dejar de despejar hasta la más mínima duda en su cabeza (43-48). Para Alba Lía Barrios en Aproximación al suspenso (1994, 21), el lector de ficciones policiales va al texto en busca de ciertas respuestas que de ninguna manera pueden dejarse en el aire. Quién, cuándo, cómo, dónde y por qué, integrarían el kit básico con el que la novela policial se ha convertido en fórmula y ha dejado, a su vez, de serlo, al invertir detalles importantes de su estructura y armazón temática en múltiples ocasiones (el detective y el asesino son la misma persona, el que se confiesa culpable no es el verdadero criminal, la persona asesinada resulta no ser quién se creía sino alguien más, etc...). Este es un lector cuya razón está siempre en guardia; cuyas emociones, de alguna manera, están momentáneamente desplazadas. Porque lo que le importa es resolver con éxito el rompecabezas que se le propone, y de no lograrlo él (el lector), no le perdonará al autor que su resolución del enigma y el ordenamiento de cada una de las piezas no sea suficientemente convincente, contundente y perfecto: sin baches, sin gatos por liebres, con una brillante exposición final en la que se expliquen razonablemente cada una de las dudas del lector.
Creo que todo gran lector es un lector hermafrodita: macho y hembra a la vez o una cosa y luego otra según el libro se lo exija. Hay que ser lovecraftiano o borgeano, o los dos a la vez o por tramos: es el libro el que decide eso para el lector. Y uno acata, olvidándose del autor y hasta de sí mismo en el acto de la lectura, tal como pedía Goethe. Pero acá se nos pide hablar un poco de cómo nos hicimos lectores. No olvidarnos, entonces, ni de los autores que nos marcaron, ni de nosotros mismos, pues es nuestra trayectoria de lectura lo que se nos pide examinar. Y para hablar de eso, debo referirme a cuatro grandes mujeres cuyo peso en mi formación como lector es básica, fundamental, absoluta; cuatro mujeres a quienes todo les adeudo y a quienes van dedicadas, evidentemente, estas pobres notas.
Son muchos y de muy variados estilos y disciplinas escriturales los autores que han insistido en el asunto: es el lector el que hace al escritor. Es probable que la verdadera gestación de un autor dependa, en muchos casos, de las lecturas que en su infancia, adolescencia, juventud y madurez, sucesivamente, vaya haciendo. Quizás –con tiempo y ocio suficientes– se podría elaborar una teoría al respecto. Por lo pronto valga tomar como un hecho más o menos verídico que ciertos libros caen en ciertos momentos muy específicos de la vida en las manos de ciertos lectores, marcándolos, impresionándolos, ejerciendo sobre ellos algo así como un secreto afán de agradecer tales lecturas. Y uno de los caminos posibles es la escritura. No puedo imaginar, por ejemplo, que un buen ensayista llegue de otra forma distinta a los laberintos de la palabra literaria. “Toda crítica literaria paga una deuda de amor”, escribe, palabras más, palabras menos, Steiner. Pero supongo que con los otros géneros ocurre algo similar.
No sé a qué edad exactamente aprendí a leer. No podría asegurar que mis padres o abuelos me leían tales o cuales libros. Pero en algún momento, ya sabiendo leer, tomé mucho interés en una colección de libros de cuentos ilustrados nórdicos, chinos, húngaros, etc... que habían sido, también, las primeras lecturas de mi madre. Acá vienen las sombras de la memoria y no permiten marcar una bitácora clara de lecturas en el paso de la infancia a la adolescencia. Lo cierto es que recuerdo algunos libros que azarosamente cayeron en mis manos y fueron claves para mí: una versión juvenil e ilustrada de La Odisea, una versión similar de Moby Dick y, un poco más adelante, ya perdida irreversiblemente la pasión exclusiva por las ilustraciones, La metamorfosis (la de Kafka), Madame Bovary y tres novelas de Agatha Christie: Matar es fácil, Hacia cero y La muerte visita al dentista. Luego se suceden, con la misma azarosa incoherencia, múltiples lecturas. Y llego a un punto en que no puedo distinguir el orden o los verdaderos efectos de ciertos textos leídos con pasión, mascullados y repetidos con vehemencia o apenas digeridos.
Sea como sea, lo que parece un hecho es que la vocación lectora nace en el seno del hogar. Puede ser uno de los padres, uno de los abuelos, un hermano mayor, un primo o vecino que viene a casa con frecuencia. Alguien, de alguna manera, funda el estímulo o propicia el encuentro con el libro. Por ello, no sé si es importante que los padres fastidien a los hijos para que lean, pero creo que sí es importante que les consigan, que les pongan a mano, ahí, en cualquier repisa, cerca de la televisión o la cama, buenos libros. Acaso el niño, una vez que ese estímulo misterioso haya llegado, podrá encontrarse él mismo con alguno de esos libros puestos como al azar, como por no dejar, en lugares estratégicos de la casa. Y si esto sucede, entonces buena parte de la batalla está ganada. Lo demás, se me ocurre, comenzará a moverse solo. Y un buen libro abrirá el camino a otros. Y esos otros, al vicio o la pasión por la lectura que es también, me temo, irreversible.
De modo que la figura de mi madre, la gran Annamaría a quien debo tantas gracias, ella, hecha la loca, debe haber dejado esos cuentos chinos o húngaros al lado del teléfono o en el patio, con los perros. Debe haber calculado, olfateado, que en algún momento uno de sus hijos pasaría por allí, aburrido, y entonces el libro y él, en este caso, yo, casualmente, nos encontraríamos. Ella es la responsable de esas primeras lecturas. Fue ella quien compró esos libros. O quien los guardó amorosamente, en el caso de los que venían de su propia infancia, y los colocó, luego, en el lugar debido y en el momento debido para que alguien, otra vez yo, mordiera el anzuelo y cayera en la trampa.
La segunda figura importante, acaso, esté en la escuela. El vicio o pasión por la lectura ya está, pero tal vez esté en manos de buenos profesores de literatura encauzar ese vicio o pasión por territorios convenientes, evitar deslaves o que la lectura empiece a ser dejada de lado por otra pasión que termine por sustituirla completamente. Por fortuna, yo tuve una excelente profesora de literatura casi todo el bachillerato. La gran Rafaela de Ortega demostró, con años y años de trabajo, que no basta con leer, que hay una pasión mucho más intensa y reveladora que está en la relectura. Y, por si eso fuera poco, que lo que uno lee es sólo su propia lectura. Pero que hay otras muchas lecturas posibles, y que todas pueden ser enriquecedoras.
Gracias a Rafaela, ya en bachillerato, esa enseñanza aún informe se instaló en algún lugar de mi cuerpo lector. Con ella, por expresa orden académica o tarea, leímos El mago de la cara de vidrio y Ana Isabel, una niña decente, entre otras cosas. Recuerdo en particular estas dos porque ninguna me gustó. Pero entonces, en clases, Rafaela demostraba con su lectura que aquello que yo había encontrado despreciable no tenía porqué serlo del todo. Y, al mostrarnos esa otra lectura, la suya, eso nos hacía tentar la relectura. Volví a leer ambas. El mago siguió sin gustarme nada, pero ahora sabía bien por qué. Y Ana Isabel fue otra cosa. Esa segunda lectura me reveló muchas imágenes que no había ni de cerca visto o presentido. Esa segunda lectura me reveló la verdadera novela. Y me impulsó, años después, a seguir la trayectoria de la autora y a convertir al menos uno de sus libros, Textos del desalojo, en una de las lecturas más importantes que le han ocurrido a mi vida. Rafaela no tuvo ya nada que ver con esto, pero tuvo todo que ver con el origen de esto, y por eso le estaré eternamente agradecido.
Luego vino la universidad, la escuela de Educación. Durante la formación básica, yo me aburría más que Nerón antes de quemar Roma, o que Nicolás Federmann esperando el retorno de Ambrosio Alfínger en la inhóspita, bárbara y calurosa Coro de 1530. Esperaba las materias de la especialización, las literaturas, pues, y dormía o padecía las sociologías, las estadísticas, las lógicas y pedagogías. Así que, mientras llegaban el fuego de Roma o Alfínger de vuelta, me puse a hacer de todo para no morir del tedio. Y así empecé un taller de teatro. La actuación, era de esperarse, no tuvo ninguna trascendencia vital para mí, pero en ese taller conocí a una chica que me habló de otro taller, éste sí de literatura, de cuento, y dibujó el fuego romano en mis ojos, la vela de Alfínger acercándose por el mar. Fue así como llegué al taller de la gran Laura Antillano, que recibía en su casa a cualquiera que estuviese interesado en escribir cuentos. La Letra Voladora acogía así, en medio de la aridez de la Valencia de entonces, a quienes se interesaban y esforzaban por otra cosa sin hallar con quien hablar de aquello, con quien compartir lecturas, sintiéndose un poco solos, un poco torpes, un poco tristes. La casa de Laura era un oasis, en ese sentido. Lo era ya desde hacía varios años, cuando yo llegué a ella. Y lo sigue siendo hoy, como entonces, más de 15 años después. Allí, ese hacerse lector dio un paso más, un paso definitivo. A la luz de las lecturas con Laura y con el resto del taller, descubríamos los entretelones del texto, cómo funcionaba un cuento, por ejemplo, y cómo podía dejar de hacerlo. Por qué era, para decirlo con Cortázar, tenso o intenso. Cómo lograba, sigamos ahora a Poe, su efecto. Las iluminaciones de Laura a quienes invadíamos felices su mesa de taller se nutrían de décadas de estudio (el oficio de una gran lectora) del género cuento. Un estudio no académico, sino cuerpo a cuerpo, ojo a página, pluma a papel. Detrás de sus correcciones y sugerencias (porque entre lectura y lectura, cabe acotar, también escribíamos nuestros primeros ejercicios narrativos más serios), detrás de sus pautas de lectura, se hacía viva, otra vez, toda una tradición cuentística que iba de Poe y Chéjov a Quiroga, Cortázar y Monterroso. O al gran Juan José Arreola, que todos los que estábamos allí descubrimos gracias a Laura o a quien ella nos descubrió. Una vez más, no hay palabras para agradecer a Laura lo que hizo por todos nosotros alguna vez. Y lo que sigue haciendo y probablemente seguirá haciendo toda su vida por quienes esperan que Roma arda o que Alfínger vuelva.
Y gracias al taller de Laura, probablemente, yo me di cuenta de que no estaba bien calarse tanta niebla para llegar a las materias de la especialización. Después de cuatro semestres de tedio apenas interrumpido por la sesión semanal del taller en La Letra Voladora, no esperé más y me fui a estudiar Letras a Caracas. Nerón tomó en su mano los fósforos y empezó a jugar con ellos. Federmann agarró sus corotos y se fue llano adentro, en busca del oro y las perlas del Mar del Sur.
Allí conocería a la cuarta mujer que iluminaría en mí las tareas de un lector, sus deberes sagrados y los límites de sus derechos profanos, se diría. En algún momento de la carrera tomé un curso (Necesidades expresivas, se llamaba) con María Fernanda Palacios que terminó de cambiar mi vida. Si algo es María Fernanda en esta vida es eso, una gran lectora. Y es eso lo que sabe transmitir y enseñar. A partir de ese curso los tomé todos, con ella, hasta que se acabó la carrera. Y, en todos, se afinaba y tomaba forma cada vez más nítida esa manera de leer que vuelve atrás, que se detiene en lo literario de la literatura: no en lo teórico, filológico, filosófico, sociológico, histórico, etc, sino en las potencias del texto al desnudo, en lo que el texto dice y no en lo que uno quiere ver; en el valor, la emoción, la enseñanza y la vida que en un gran libro tienen, y he aquí la clave, las imágenes que se desarrollan sin dejar de ser, nunca, imágenes. Imágenes que no se convierten en ideas. Que empiezan y terminan como imágenes. Esa era la última piedra necesaria para que la iglesia que es todo lector quedara terminada. Roma ardía y Federmann iba enfrentando tigres e inundaciones, quemando aldeas y asesinando nativos, pero nunca encontraría el Mar del Sur, ni las perlas, ni el oro. Otra vez, no hay palabras –no hay imagen– para agradecerle a María Fernanda eso que hizo por mí y que sigue haciendo por todos, aparte de que gracias a ella me encontré con Dostoievski, Conrad, Ajmátova, Lorca y Lezama Lima, entre otros tantos monstruos. Porque leer así, que parecería lo más natural, lo más fácil, resulta, a veces, lo más difícil. Vaciarse de uno mismo para escuchar lo que el texto tenga que decir es un ejercicio duro, de esos que cuesta aprender, pero que pagan con creces los trabajos causados.
Así concluye la historia, me parece, de cómo me hice lector. Quizás debería completarse con el relato detallado de los grandes descubrimientos textuales que tienen en uno una inusitada importancia, en la manera de leer de uno, y en la de escribir, que al cabo viene siendo lo mismo o apenas una prolongación de lo anterior y que están, muchos de ellos, ligados a esas cuatro grandes mujeres que por fortuna cruzaron mi camino o yo el de ellas. De cualquier forma, si se trata de elaborar una teoría que explique la escritura partiendo desde la huella que ciertas lecturas juveniles han dejado en uno, los elementos básicos de ese intento, las huellas clave o las imágenes, personajes e historias que abrieron heridas específicas, de esas que sangran toda la vida en la imaginación y el alma, en mi caso, como se insinuaba al principio de estas líneas, éstas se encontrarían en el personaje de Circe, la maga; en la fascinante relación entre Ismael y Quiqueg, y entre la inmensa ballena blanca y el capitán Ahab; en Gregorio Samsa –el hombre y la cucaracha–; en la hermosísima estupidez de Emma Bovary y en un trío de crímenes ingleses inolvidables. No sabría precisar con justicia cómo influyeron en mi formación esas imágenes, personajes y hechos narrativos. Supongo que no puede uno exigirle respuestas conscientes a un asunto que sólo le atañe a los sótanos siempre oscuros del alma y los afectos. Pero queda una deuda pendiente con cada una de esas lecturas y quizá la escritura pretenda –vanamente, se sabe– subsanarlas. Queda una deuda, también, honda e impagable, con esas cuatro grandes mujeres que hicieron de mí un lector, o al menos la imagen que yo tengo de un lector. A ellas, gracias.
Ponencia presentada en el 4to Encuentro con la literatura infantil y juvenil en Venezuela
¿Qué clase de lectores yo deseo?
Pues los libres de todo prejuicio
Capaces de olvidarme y olvidarse
y vivir solamente para el libro...
Johann Wolfgang Goethe
La famosa división de Cortázar: lector macho y lector hembra, ha hecho de las suyas en los intentos de muchos lectores por definirse. Hay, según los comentaristas del amigo Julius, un lector que es activo, que penetra en el texto y sus entresijos para dar cuenta de él y sus particularidades. Hay otro lector que más bien se deja penetrar por el texto y entonces busca escuchar lo que las palabras del otro le están diciendo dentro de su cuerpo. Supongo que el paradigma de un crítico literario (y quizá el de un estudiante de Letras) está en el lector macho. Y el de los lectores apasionados pero no profesionales (las amas de casa depresivas que devoran novelas como bulímicas comiendo chocolate) está en el lector hembra.
Otra manera de decir más o menos lo mismo estaría en los tipos de lectores que han establecido Howard Phillips Lovecraft y Jorge Luis Borges para la literatura de horror cósmico y la narrativa policial, respectivamente. El lector crédulo y el lector incrédulo.
Dice Lovecraft que el buen lector de cuentos de horror sobrenatural es aquel en quien “ningún racionalismo o análisis freudiano puede anular totalmente el estremecimiento causado por el susurro del viento en la chimenea o en el bosque solitario”. Se trata de una exacerbación de lo que Samuel Coleridge llamaba suspension of disbelief, y que no es otra cosa que entregarse a la lectura creyendo en ella, dejándola hacer de las suyas con nuestras emociones e impresiones y separados de nuestras convicciones e ideas sobre el mundo y sus habitantes. Leer, por ejemplo, “Dagón” o “El intruso” (dos breves obras maestras del horror lovecraftiano) y creer hondamente lo que se nos cuenta, sin buscarle peros con el látigo de lo que es o no razonable: creer que efectivamente el dios-monstruo-hombre-pez ha llegado a la casa del narrador para asesinarlo, de modo que no pueda respaldar aquel escrito que habla a la humanidad sobre su existencia; creer que ciertamente un muerto se ha levantado de un cementerio egipcio sin tener conciencia de su estado para llegar a una fiesta, espantar a todos los invitados y reconocer su amarga verdad y reconocerse en su trágica dimensión frente a un implacable espejo. El buen lector de Lovecraft cree en sus textos y se olvida, al menos durante el tiempo de lectura, de que no existen los monstruos-pez-hombre-dios o de que los muertos no se levantan nunca de su tumba. Los sucesos extraordinarios se hacen ordinarios en la lectura, sin dejar, por ello, de ser espeluznantes. Y supongo que en la contracara de esa moneda se encuentra una lección maestra de cierta literatura: también la vida cotidiana puede ser terrorífica.
El otro lector, el que propone Borges para el cuento o la novela policial, es todo lo contrario. Es un lector que está entrenado en la incredulidad y que no permitirá que ningún Hércules Poirot, Parker Pyne, Sherlock Holmes o Auguste Dupin resuelva crímenes milagrosamente, sin suficientes explicaciones coherentes para él, sin llegar a convencerlo por completo, sin dejar de despejar hasta la más mínima duda en su cabeza (43-48). Para Alba Lía Barrios en Aproximación al suspenso (1994, 21), el lector de ficciones policiales va al texto en busca de ciertas respuestas que de ninguna manera pueden dejarse en el aire. Quién, cuándo, cómo, dónde y por qué, integrarían el kit básico con el que la novela policial se ha convertido en fórmula y ha dejado, a su vez, de serlo, al invertir detalles importantes de su estructura y armazón temática en múltiples ocasiones (el detective y el asesino son la misma persona, el que se confiesa culpable no es el verdadero criminal, la persona asesinada resulta no ser quién se creía sino alguien más, etc...). Este es un lector cuya razón está siempre en guardia; cuyas emociones, de alguna manera, están momentáneamente desplazadas. Porque lo que le importa es resolver con éxito el rompecabezas que se le propone, y de no lograrlo él (el lector), no le perdonará al autor que su resolución del enigma y el ordenamiento de cada una de las piezas no sea suficientemente convincente, contundente y perfecto: sin baches, sin gatos por liebres, con una brillante exposición final en la que se expliquen razonablemente cada una de las dudas del lector.
Creo que todo gran lector es un lector hermafrodita: macho y hembra a la vez o una cosa y luego otra según el libro se lo exija. Hay que ser lovecraftiano o borgeano, o los dos a la vez o por tramos: es el libro el que decide eso para el lector. Y uno acata, olvidándose del autor y hasta de sí mismo en el acto de la lectura, tal como pedía Goethe. Pero acá se nos pide hablar un poco de cómo nos hicimos lectores. No olvidarnos, entonces, ni de los autores que nos marcaron, ni de nosotros mismos, pues es nuestra trayectoria de lectura lo que se nos pide examinar. Y para hablar de eso, debo referirme a cuatro grandes mujeres cuyo peso en mi formación como lector es básica, fundamental, absoluta; cuatro mujeres a quienes todo les adeudo y a quienes van dedicadas, evidentemente, estas pobres notas.
Son muchos y de muy variados estilos y disciplinas escriturales los autores que han insistido en el asunto: es el lector el que hace al escritor. Es probable que la verdadera gestación de un autor dependa, en muchos casos, de las lecturas que en su infancia, adolescencia, juventud y madurez, sucesivamente, vaya haciendo. Quizás –con tiempo y ocio suficientes– se podría elaborar una teoría al respecto. Por lo pronto valga tomar como un hecho más o menos verídico que ciertos libros caen en ciertos momentos muy específicos de la vida en las manos de ciertos lectores, marcándolos, impresionándolos, ejerciendo sobre ellos algo así como un secreto afán de agradecer tales lecturas. Y uno de los caminos posibles es la escritura. No puedo imaginar, por ejemplo, que un buen ensayista llegue de otra forma distinta a los laberintos de la palabra literaria. “Toda crítica literaria paga una deuda de amor”, escribe, palabras más, palabras menos, Steiner. Pero supongo que con los otros géneros ocurre algo similar.
No sé a qué edad exactamente aprendí a leer. No podría asegurar que mis padres o abuelos me leían tales o cuales libros. Pero en algún momento, ya sabiendo leer, tomé mucho interés en una colección de libros de cuentos ilustrados nórdicos, chinos, húngaros, etc... que habían sido, también, las primeras lecturas de mi madre. Acá vienen las sombras de la memoria y no permiten marcar una bitácora clara de lecturas en el paso de la infancia a la adolescencia. Lo cierto es que recuerdo algunos libros que azarosamente cayeron en mis manos y fueron claves para mí: una versión juvenil e ilustrada de La Odisea, una versión similar de Moby Dick y, un poco más adelante, ya perdida irreversiblemente la pasión exclusiva por las ilustraciones, La metamorfosis (la de Kafka), Madame Bovary y tres novelas de Agatha Christie: Matar es fácil, Hacia cero y La muerte visita al dentista. Luego se suceden, con la misma azarosa incoherencia, múltiples lecturas. Y llego a un punto en que no puedo distinguir el orden o los verdaderos efectos de ciertos textos leídos con pasión, mascullados y repetidos con vehemencia o apenas digeridos.
Sea como sea, lo que parece un hecho es que la vocación lectora nace en el seno del hogar. Puede ser uno de los padres, uno de los abuelos, un hermano mayor, un primo o vecino que viene a casa con frecuencia. Alguien, de alguna manera, funda el estímulo o propicia el encuentro con el libro. Por ello, no sé si es importante que los padres fastidien a los hijos para que lean, pero creo que sí es importante que les consigan, que les pongan a mano, ahí, en cualquier repisa, cerca de la televisión o la cama, buenos libros. Acaso el niño, una vez que ese estímulo misterioso haya llegado, podrá encontrarse él mismo con alguno de esos libros puestos como al azar, como por no dejar, en lugares estratégicos de la casa. Y si esto sucede, entonces buena parte de la batalla está ganada. Lo demás, se me ocurre, comenzará a moverse solo. Y un buen libro abrirá el camino a otros. Y esos otros, al vicio o la pasión por la lectura que es también, me temo, irreversible.
De modo que la figura de mi madre, la gran Annamaría a quien debo tantas gracias, ella, hecha la loca, debe haber dejado esos cuentos chinos o húngaros al lado del teléfono o en el patio, con los perros. Debe haber calculado, olfateado, que en algún momento uno de sus hijos pasaría por allí, aburrido, y entonces el libro y él, en este caso, yo, casualmente, nos encontraríamos. Ella es la responsable de esas primeras lecturas. Fue ella quien compró esos libros. O quien los guardó amorosamente, en el caso de los que venían de su propia infancia, y los colocó, luego, en el lugar debido y en el momento debido para que alguien, otra vez yo, mordiera el anzuelo y cayera en la trampa.
La segunda figura importante, acaso, esté en la escuela. El vicio o pasión por la lectura ya está, pero tal vez esté en manos de buenos profesores de literatura encauzar ese vicio o pasión por territorios convenientes, evitar deslaves o que la lectura empiece a ser dejada de lado por otra pasión que termine por sustituirla completamente. Por fortuna, yo tuve una excelente profesora de literatura casi todo el bachillerato. La gran Rafaela de Ortega demostró, con años y años de trabajo, que no basta con leer, que hay una pasión mucho más intensa y reveladora que está en la relectura. Y, por si eso fuera poco, que lo que uno lee es sólo su propia lectura. Pero que hay otras muchas lecturas posibles, y que todas pueden ser enriquecedoras.
Gracias a Rafaela, ya en bachillerato, esa enseñanza aún informe se instaló en algún lugar de mi cuerpo lector. Con ella, por expresa orden académica o tarea, leímos El mago de la cara de vidrio y Ana Isabel, una niña decente, entre otras cosas. Recuerdo en particular estas dos porque ninguna me gustó. Pero entonces, en clases, Rafaela demostraba con su lectura que aquello que yo había encontrado despreciable no tenía porqué serlo del todo. Y, al mostrarnos esa otra lectura, la suya, eso nos hacía tentar la relectura. Volví a leer ambas. El mago siguió sin gustarme nada, pero ahora sabía bien por qué. Y Ana Isabel fue otra cosa. Esa segunda lectura me reveló muchas imágenes que no había ni de cerca visto o presentido. Esa segunda lectura me reveló la verdadera novela. Y me impulsó, años después, a seguir la trayectoria de la autora y a convertir al menos uno de sus libros, Textos del desalojo, en una de las lecturas más importantes que le han ocurrido a mi vida. Rafaela no tuvo ya nada que ver con esto, pero tuvo todo que ver con el origen de esto, y por eso le estaré eternamente agradecido.
Luego vino la universidad, la escuela de Educación. Durante la formación básica, yo me aburría más que Nerón antes de quemar Roma, o que Nicolás Federmann esperando el retorno de Ambrosio Alfínger en la inhóspita, bárbara y calurosa Coro de 1530. Esperaba las materias de la especialización, las literaturas, pues, y dormía o padecía las sociologías, las estadísticas, las lógicas y pedagogías. Así que, mientras llegaban el fuego de Roma o Alfínger de vuelta, me puse a hacer de todo para no morir del tedio. Y así empecé un taller de teatro. La actuación, era de esperarse, no tuvo ninguna trascendencia vital para mí, pero en ese taller conocí a una chica que me habló de otro taller, éste sí de literatura, de cuento, y dibujó el fuego romano en mis ojos, la vela de Alfínger acercándose por el mar. Fue así como llegué al taller de la gran Laura Antillano, que recibía en su casa a cualquiera que estuviese interesado en escribir cuentos. La Letra Voladora acogía así, en medio de la aridez de la Valencia de entonces, a quienes se interesaban y esforzaban por otra cosa sin hallar con quien hablar de aquello, con quien compartir lecturas, sintiéndose un poco solos, un poco torpes, un poco tristes. La casa de Laura era un oasis, en ese sentido. Lo era ya desde hacía varios años, cuando yo llegué a ella. Y lo sigue siendo hoy, como entonces, más de 15 años después. Allí, ese hacerse lector dio un paso más, un paso definitivo. A la luz de las lecturas con Laura y con el resto del taller, descubríamos los entretelones del texto, cómo funcionaba un cuento, por ejemplo, y cómo podía dejar de hacerlo. Por qué era, para decirlo con Cortázar, tenso o intenso. Cómo lograba, sigamos ahora a Poe, su efecto. Las iluminaciones de Laura a quienes invadíamos felices su mesa de taller se nutrían de décadas de estudio (el oficio de una gran lectora) del género cuento. Un estudio no académico, sino cuerpo a cuerpo, ojo a página, pluma a papel. Detrás de sus correcciones y sugerencias (porque entre lectura y lectura, cabe acotar, también escribíamos nuestros primeros ejercicios narrativos más serios), detrás de sus pautas de lectura, se hacía viva, otra vez, toda una tradición cuentística que iba de Poe y Chéjov a Quiroga, Cortázar y Monterroso. O al gran Juan José Arreola, que todos los que estábamos allí descubrimos gracias a Laura o a quien ella nos descubrió. Una vez más, no hay palabras para agradecer a Laura lo que hizo por todos nosotros alguna vez. Y lo que sigue haciendo y probablemente seguirá haciendo toda su vida por quienes esperan que Roma arda o que Alfínger vuelva.
Y gracias al taller de Laura, probablemente, yo me di cuenta de que no estaba bien calarse tanta niebla para llegar a las materias de la especialización. Después de cuatro semestres de tedio apenas interrumpido por la sesión semanal del taller en La Letra Voladora, no esperé más y me fui a estudiar Letras a Caracas. Nerón tomó en su mano los fósforos y empezó a jugar con ellos. Federmann agarró sus corotos y se fue llano adentro, en busca del oro y las perlas del Mar del Sur.
Allí conocería a la cuarta mujer que iluminaría en mí las tareas de un lector, sus deberes sagrados y los límites de sus derechos profanos, se diría. En algún momento de la carrera tomé un curso (Necesidades expresivas, se llamaba) con María Fernanda Palacios que terminó de cambiar mi vida. Si algo es María Fernanda en esta vida es eso, una gran lectora. Y es eso lo que sabe transmitir y enseñar. A partir de ese curso los tomé todos, con ella, hasta que se acabó la carrera. Y, en todos, se afinaba y tomaba forma cada vez más nítida esa manera de leer que vuelve atrás, que se detiene en lo literario de la literatura: no en lo teórico, filológico, filosófico, sociológico, histórico, etc, sino en las potencias del texto al desnudo, en lo que el texto dice y no en lo que uno quiere ver; en el valor, la emoción, la enseñanza y la vida que en un gran libro tienen, y he aquí la clave, las imágenes que se desarrollan sin dejar de ser, nunca, imágenes. Imágenes que no se convierten en ideas. Que empiezan y terminan como imágenes. Esa era la última piedra necesaria para que la iglesia que es todo lector quedara terminada. Roma ardía y Federmann iba enfrentando tigres e inundaciones, quemando aldeas y asesinando nativos, pero nunca encontraría el Mar del Sur, ni las perlas, ni el oro. Otra vez, no hay palabras –no hay imagen– para agradecerle a María Fernanda eso que hizo por mí y que sigue haciendo por todos, aparte de que gracias a ella me encontré con Dostoievski, Conrad, Ajmátova, Lorca y Lezama Lima, entre otros tantos monstruos. Porque leer así, que parecería lo más natural, lo más fácil, resulta, a veces, lo más difícil. Vaciarse de uno mismo para escuchar lo que el texto tenga que decir es un ejercicio duro, de esos que cuesta aprender, pero que pagan con creces los trabajos causados.
Así concluye la historia, me parece, de cómo me hice lector. Quizás debería completarse con el relato detallado de los grandes descubrimientos textuales que tienen en uno una inusitada importancia, en la manera de leer de uno, y en la de escribir, que al cabo viene siendo lo mismo o apenas una prolongación de lo anterior y que están, muchos de ellos, ligados a esas cuatro grandes mujeres que por fortuna cruzaron mi camino o yo el de ellas. De cualquier forma, si se trata de elaborar una teoría que explique la escritura partiendo desde la huella que ciertas lecturas juveniles han dejado en uno, los elementos básicos de ese intento, las huellas clave o las imágenes, personajes e historias que abrieron heridas específicas, de esas que sangran toda la vida en la imaginación y el alma, en mi caso, como se insinuaba al principio de estas líneas, éstas se encontrarían en el personaje de Circe, la maga; en la fascinante relación entre Ismael y Quiqueg, y entre la inmensa ballena blanca y el capitán Ahab; en Gregorio Samsa –el hombre y la cucaracha–; en la hermosísima estupidez de Emma Bovary y en un trío de crímenes ingleses inolvidables. No sabría precisar con justicia cómo influyeron en mi formación esas imágenes, personajes y hechos narrativos. Supongo que no puede uno exigirle respuestas conscientes a un asunto que sólo le atañe a los sótanos siempre oscuros del alma y los afectos. Pero queda una deuda pendiente con cada una de esas lecturas y quizá la escritura pretenda –vanamente, se sabe– subsanarlas. Queda una deuda, también, honda e impagable, con esas cuatro grandes mujeres que hicieron de mí un lector, o al menos la imagen que yo tengo de un lector. A ellas, gracias.
Ponencia presentada en el 4to Encuentro con la literatura infantil y juvenil en Venezuela
29 abr 2010
Mi perspectiva de la visita de Armando José Sequera a la letra voladora
Desde el punto de vista de la ciencia es completamente imposible describir la realidad (en su totalidad) con un mero conjunto de ecuaciones, Armando José Sequera nos muestra un puente entre poesía y ciencia a través de su visión de la realidad, al decir: “la realidad termina siendo inventada por uno, ficcionalizamos tratando de describir los elementos”, esto podría situar al escritor como un ente que resume (al inmortalizar un evento) a la realidad como una forma de recordarnos el límite de nuestros sentidos, supongo.
Pero no todo es percepción del curso de un acontecimiento natural, el escritor es más que un observador, un testigo o un protagonista de la historia, el escritor es CREADOR, y él nos lo trasmite al manifestar: “la realidad puede ser falseada según el conocimiento, la percepción y la preparación de la persona”; esta perspectiva del escritor-creador puede notarse en La comedia urbana (serie de relatos y/o cuentos ocurridos en el minuto que va de 7:59pm a 8:00pm) donde ansiosos le preguntamos ¿por qué en un minuto?, ¿es esto posible? A lo que respondió: “Si uno pudiera ser Zeus y mirar el mundo desde arriba, la historia duraría un minuto”. Al asumir la escritura como un proceso creador se nada en aguas de dos mares, el de la fantasía y el de la realidad, la historia se vuelve una barca muy susceptible, a esta conclusión llegue cuando mencionó: “los límites de la fantasía son demasiado tenues”.
Además de tender estas ideas y reflexiones sobre la mesa de nuestro taller, y de comentar algunas de sus obras por las cuales mostramos principalmente nuestro interés como: Teresa, Mi mama es más bonita que la tuya, Los hermanos de Teresa, El derecho a la ternura, La comedia urbana, mi otro salchicha, etc; descubrimos en Armando un narrador que cuyos personajes pretenden denunciar a través de exageraciones cosas que ocurren, pero utilizando temas que perduren en el tiempo. Y cuya clave para hacer literatura infantil es escribir para niños desde su perspectiva, es decir, sin diminutivos, nada de “la cenita en la casita de la abuelita” porque si algo es cierto es que los niños ven su alrededor “grandooote”. Para culminar la reunión alguien preguntó: ¿de que se cuida? Y todos apuntamos en nuestras agendas: De la incomprensión, de los lugares comunes y de la exageración.
Marwelys Pinto
Pero no todo es percepción del curso de un acontecimiento natural, el escritor es más que un observador, un testigo o un protagonista de la historia, el escritor es CREADOR, y él nos lo trasmite al manifestar: “la realidad puede ser falseada según el conocimiento, la percepción y la preparación de la persona”; esta perspectiva del escritor-creador puede notarse en La comedia urbana (serie de relatos y/o cuentos ocurridos en el minuto que va de 7:59pm a 8:00pm) donde ansiosos le preguntamos ¿por qué en un minuto?, ¿es esto posible? A lo que respondió: “Si uno pudiera ser Zeus y mirar el mundo desde arriba, la historia duraría un minuto”. Al asumir la escritura como un proceso creador se nada en aguas de dos mares, el de la fantasía y el de la realidad, la historia se vuelve una barca muy susceptible, a esta conclusión llegue cuando mencionó: “los límites de la fantasía son demasiado tenues”.
Además de tender estas ideas y reflexiones sobre la mesa de nuestro taller, y de comentar algunas de sus obras por las cuales mostramos principalmente nuestro interés como: Teresa, Mi mama es más bonita que la tuya, Los hermanos de Teresa, El derecho a la ternura, La comedia urbana, mi otro salchicha, etc; descubrimos en Armando un narrador que cuyos personajes pretenden denunciar a través de exageraciones cosas que ocurren, pero utilizando temas que perduren en el tiempo. Y cuya clave para hacer literatura infantil es escribir para niños desde su perspectiva, es decir, sin diminutivos, nada de “la cenita en la casita de la abuelita” porque si algo es cierto es que los niños ven su alrededor “grandooote”. Para culminar la reunión alguien preguntó: ¿de que se cuida? Y todos apuntamos en nuestras agendas: De la incomprensión, de los lugares comunes y de la exageración.
Marwelys Pinto
14 abr 2010
De cómo Michelle Guillén vivió la visita de Enrique Mujica a La letra voladora
Eran alrededor de las nueve de la mañana. Estábamos casi todos los estudiantes usuales del taller, la profesora Laura, y dos personas nuevas.
Hacía unas semanas nos habían comunicado la presencia de dos escritores ese día. Las dos personas nuevas eran los dos escritores. Uno de los escritores era Enrique Mujica.
Se sentó en uno de los extremos de la mesa y empezó a hablarnos.
Lección I : La Flores de papel:
Su intención como escritor no es hacer ´´flores de papel``, según sus palabras flores de papel son un montón de simbolismos sin sentido. Nos confiesa que todo escritor primerizo las hace, hasta él mismo alguna vez; por lo que es mejor decir las cosas de forma clara ´´como un hachazo``. Esa intención lo movió a escribir su último poemario ´´Poemas del Decir``. Opina que las cosas deben decirse claramente, no hace falta darle muchas vueltas al asunto. Habla de la responsabilidad de los surrealistas, debe de haber significado después de todas esas vueltas y metáforas. Sí, si le agrada el surrealismo, él mismo lo usa en varias de sus obras.
Lee algunos de sus poemas de su último libro. Uno de sus poemas habla de diversas interrogantes dirigidas a Dios. Tocan el timbre en ese momento. Uno de mis compañeros se coloca de pie y va a abrir la puerta. Después de unos minutos regresa sonriente. Trae en sus manos una publicación de los Testigos de Jehová que habla sobre la respuesta de interrogantes sobre Dios. Hay una enorme risa colectiva, no recuerdo los minutos específicos de su duración.
Lección II: La Costura del Cuento.
Nos habla de que los escritores no podemos dejar ver cómo armamos el cuento, sino el lector se aburre y vuelve a su mundo real.
Hay que tener mucho cuidado en “ocultar las costuras”. Coloca de ejemplo su camisa, que de verse sus costuras, sólo serían un montón de telas cosidas y no una camisa. Escritores ya reconocidos, como Gabriel García Márquez, pueden cometer el error de dejar ver las costuras. ( Enrique Mujica nos deja con la impresión de que somos sastres con mucha responsabilidad).
Lección III: Cuando el escrito se ve ´´Holliwoodense``.
A medida que se desarrollaba la reunión, varios conseguimos el coraje para recuperar la lengua, y formularle dudas sobre sus escritos. Un compañero pregunta:´´¿De qué se cuida al escribir?``. Mujica lo mira y resalta en su comentario, su consejo de evitar un aspecto ´´Holliwoodense`` en el relato, aludiendo a los “lugares comunes”.
Al final de su visita, nos dedicó y obsequió ejemplares de su libro ´´Las formas del verano`` a las féminas escritoras.
Le dedicamos y obsequiamos un ejemplar de nuestra antología como taller. Nos dice que le gustan varios textos de nuestra antología del taller. Todos nos ponemos sonrojados por dentro.
Unos minutos después, La Letra Voladora se despedía de los escritores y alumnos.
Hacía unas semanas nos habían comunicado la presencia de dos escritores ese día. Las dos personas nuevas eran los dos escritores. Uno de los escritores era Enrique Mujica.
Se sentó en uno de los extremos de la mesa y empezó a hablarnos.
Lección I : La Flores de papel:
Su intención como escritor no es hacer ´´flores de papel``, según sus palabras flores de papel son un montón de simbolismos sin sentido. Nos confiesa que todo escritor primerizo las hace, hasta él mismo alguna vez; por lo que es mejor decir las cosas de forma clara ´´como un hachazo``. Esa intención lo movió a escribir su último poemario ´´Poemas del Decir``. Opina que las cosas deben decirse claramente, no hace falta darle muchas vueltas al asunto. Habla de la responsabilidad de los surrealistas, debe de haber significado después de todas esas vueltas y metáforas. Sí, si le agrada el surrealismo, él mismo lo usa en varias de sus obras.
Lee algunos de sus poemas de su último libro. Uno de sus poemas habla de diversas interrogantes dirigidas a Dios. Tocan el timbre en ese momento. Uno de mis compañeros se coloca de pie y va a abrir la puerta. Después de unos minutos regresa sonriente. Trae en sus manos una publicación de los Testigos de Jehová que habla sobre la respuesta de interrogantes sobre Dios. Hay una enorme risa colectiva, no recuerdo los minutos específicos de su duración.
Lección II: La Costura del Cuento.
Nos habla de que los escritores no podemos dejar ver cómo armamos el cuento, sino el lector se aburre y vuelve a su mundo real.
Hay que tener mucho cuidado en “ocultar las costuras”. Coloca de ejemplo su camisa, que de verse sus costuras, sólo serían un montón de telas cosidas y no una camisa. Escritores ya reconocidos, como Gabriel García Márquez, pueden cometer el error de dejar ver las costuras. ( Enrique Mujica nos deja con la impresión de que somos sastres con mucha responsabilidad).
Lección III: Cuando el escrito se ve ´´Holliwoodense``.
A medida que se desarrollaba la reunión, varios conseguimos el coraje para recuperar la lengua, y formularle dudas sobre sus escritos. Un compañero pregunta:´´¿De qué se cuida al escribir?``. Mujica lo mira y resalta en su comentario, su consejo de evitar un aspecto ´´Holliwoodense`` en el relato, aludiendo a los “lugares comunes”.
Al final de su visita, nos dedicó y obsequió ejemplares de su libro ´´Las formas del verano`` a las féminas escritoras.
Le dedicamos y obsequiamos un ejemplar de nuestra antología como taller. Nos dice que le gustan varios textos de nuestra antología del taller. Todos nos ponemos sonrojados por dentro.
Unos minutos después, La Letra Voladora se despedía de los escritores y alumnos.
3 feb 2010
Un libro para el recuento: Antología del Taller 2007-2009
El grupo fue haciéndose mientras transcurrían las reuniones de las tardes, hacían sus ejercicios de escrituras (dentro o fuera de la casa de La letra voladora), nos fuimos conociendo poco a poco, el proceso entre las lecturas fue uniendo la vida y las palabras. En el camino se leyó y escribió poesía, cuentos, teatro, se hicieron títeres y se llevó el teatrino al montaje para diversión de los pequeños; también se adaptó una pieza de la profundidad de El Rey Lear de Shakespeare ,pero visto a la venezolana y convertido en "Don Leal, de las arepas". Circulo la poesía en todo esto, siempre. En este libro hay una selección de esos resultados.
Lo presentamos en la Feria del Libro de noviembre, fueron los jóvenes, con los padres, los amigos, los que andan cerca. Leyeron sus textos y conversaron sobre el significado del trabajo.
El taller sigue para quienes quieran permanecer, tenemos novedades, gente nueva que se acerca. Todo puede ocurrir en la casa de El Naranjal de Naguanagua, en la avenida 111A y el número:193-19, allá entre las palmas, el patio, la risa y la lectura atenta.
Lo presentamos en la Feria del Libro de noviembre, fueron los jóvenes, con los padres, los amigos, los que andan cerca. Leyeron sus textos y conversaron sobre el significado del trabajo.
El taller sigue para quienes quieran permanecer, tenemos novedades, gente nueva que se acerca. Todo puede ocurrir en la casa de El Naranjal de Naguanagua, en la avenida 111A y el número:193-19, allá entre las palmas, el patio, la risa y la lectura atenta.
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